
En estas semanas de confinamiento ha retumbado en mi mente con angustiosa celeridad la frecuente e inagotable pregunta sobre el sentido de la existencia. Este interrogante sobre el cual se ha construido el pensamiento filosófico de los últimos 200 años de la historia humana y que ha definido y constituido el concepto del Hombre Moderno y que no deja de retumbar en las profundidades del espíritu humano.
Con cuanto desespero hemos evitado y dado la espalda al acontecimiento de la muerte de Dios, “hecho” mismo que se renueva hoy ante una pandemia que nos muestra la cruda realidad de la vida, el trágico devenir de una cruda naturaleza que hoy nos impide vivir la vida “normal” que teníamos.
Hoy un virus, un ente microscópico ha bajado el telón de la economía capitalista develando la desigualdad imperante que subyace bajo la máscara de la riqueza y el lujo, socavando los ideales del dios dinero, tambaleando a gobiernos y cuestionando nuestras democracias. Hasta los santuarios, mezquitas e iglesias han tenido que cerrar sus puertas puesto que el virus no tiene sentido de respeto por lo sagrado ni lo divino.
De nuevo los valores que permearon nuestra sociedad se ven alterados por esa extraña realidad que nos devora. Retornamos otra vez a esa nada indiferente que nos deja en la duda, matando nuestras ilusiones, paraísos y deseos. Tal vez muchos darán la espalda y seguirán aferrados a sus antiguas formas de vida, otros sucumbirán ante el sinsentido existencial y se arrojaran a un nihilismo negativo, a la indiferencia egoísta y solo unos pocos afrontaran a la bestia serpenteante, cortaran su cabeza y se alzaran sobre el mundo, construyendo nuevos horizontes, renovando sus valores y dioses.
La pregunta no deja de retumbar en nuestras mentes y espíritus: